Era al alba. Casi de día, casi de noche. Los niños y las niñas formados. Los guardapolvos blancos, o por lo menos tan blancos como fuera posible en la intensidad de la selva, en la lejanía del límite, en la eternidad del tiempo.
Con el resplandor del primer rayo del nuevo día, el ritual comenzaba. El canto, la bandera, el grito enérgico de los “buenos días”, el eco desafinado del unísono vacío.
Y entre ellos, el maestro. Flaco, alto, cariñoso. El maestro de primer grado, el primer agente de la sociabilidad para aquellos niños, para aquellas niñas, que lo quieren con el amor propio de la inocencia infantil.
Pero el maestro esconde algo. Tiene algo guardado que lo hace taciturno, ensimismado en la lejanía del espacio, del tiempo y de la realidad. Es que el mundo real ya no existe: desapareció. Queda la pesadilla, el miedo, la derrota, el final. Claro que nadie lo sabe ni sospecha. En aquel paraje cercado por pantanos de barro intransitables, pintado del rojo más profundo de la tierra, como si fuera sangre, el maestro se oculta del monstruo. Se esconde en las entrañas del infinito como si ello lo hiciera invisible. Es el maestro de primero, nada más.
El mundo se ha petrificado. Inerte en un instante de dolor colectivo, de drama individual. El maestro mira hasta donde el monte lo permite, busca horizontes que no existen, ni cielos despejados que lo inviten a ser pájaro, a ser tucán. El mundo es tan pequeño. El mundo es quietud. Es silencio. Los únicos que se mueven son los niños cuando salen a jugar. El maestro los mira atentamente, observa cada movimiento y respira profundo, como aliviado, cuando confirma que la vida aún existe, que está allí, que se manifiesta en las corridas de la mancha venenosa, en un duelo de bolitas, en una rayuela que a los saltos conduce al cielo, mientras él se acerca a los infiernos.
Hasta que un día ese mundo estalla, entra en erupción. Se agita el universo. Se convulsionan los planetas y lo fáctico se hace pesadumbre para recordarle a todos que impera la muerte. Que ella es omnipresente y que está en todos lados. Incluso allí a donde el maestro pretendía escapar, oculto entre ramilletes de amor y los azahares de vida que irradia la gurisada del paraje más inhóspito y perdido del país.
Aquella mañana, como toda mañana al alba, el ritual comenzó resignado de repetición. Solo que esta vez no hubo ritual y nada se repitió. El primer rayo del amanecer apuntó al maestro, lo iluminó como si el sol despidiera a un ángel destinado a la condena de la más oscura de las pesadillas. El último halo de luz antes de la noche eterna. Como tantas otras veces, nadie entendió bien lo qué ocurría, salvo él, el maestro.
Las fuerzas represivas habían cruzado sierras y valles, atravesado arroyos caudalosos y recorrido decenas de kilómetros en el barro del infierno para llegar hasta él. Hasta él, que estaba en el confín mismo del universo. En el límite último de la existencia. Un paso más y era la nada. La nada misma.
Al maestro lo buscaban por maestro, claro. Por militante, obvio. Por joven comprometido con un mundo mejor, ese mundo que aterraba y aterra a los dueños del terror. Lo buscaban por todo eso y por más. Su secuestro, el secuestro del maestro de primer grado de la escuela rural de Cabure-í, había sido una orden perentoria emitida desde las fauces del poder, por el mismísimo verdugo. Cual ser mitológico, mezcla de centauro y tempestad, el verdugo sentenció a la muerte a decenas de personas en cada una de sus firmas asentabas al pie de decretos que nadie debía conocer, salvo aquellos destinados a ejecutar su odio, a expresar su maldad, a esparcir su halo putrefacto y a convertir la realidad en un páramo. Y allí partían las bestias del brazo ejecutor. A cazar, a eso iban. A cazar hasta al último de los desahuciados. Y hasta ese último llegaron. Más allá del maestro de primero no había nada más, lo siguiente era la frontera, quizás otro mundo, quizás otro lugar.
Así, ante los ojos de sus alumnos, frente a sus colegas y su soledad, el maestro fue detenido, “arrestado” como ordenaba el decreto militar.
Aquella mañana se llevaron al maestro. Oscurecieron el alba. Ahogaron en un miedo sepulcral a los resabios de vida que anidaba en cada niño y su jugar. Porque a eso fueron. A llevarse al maestro para quebrar su humanidad y, al mismo tiempo, para terminar con todo rastro de vida, con todo instante de gozo y libertad. Sembraron el miedo. Un miedo que resonaba hegemónico, pero que nunca germinó.
Porque al miedo lo hicimos memoria. Fue sepultado por aquellos alumnos, por aquellos colegas que se emocionan al recordar. Que han hecho de la memoria un acto de amor cada día más intenso. Que viven el presente con los rastros de las heridas y con la presencia de los ausentes. Que viven. Que vivos están. Ellos, los que viven cada día para confirmarle a la muerte que no ha ganado. Porque el maestro sigue allí, de tan viejo tan sabio, y siempre relojeando el juego y la felicidad de los más pequeños, que es donde está la vida. La vida que sus alumnos, en medio de la muerte, le habían enseñado a vivir.
Esta historia es la de mi tío Ricardo Ignacio Torres, maestro de la escuela N° 36 de Cabure-í. Secuestrado del establecimiento educativo por fuerzas represivas que cumplían con la orden de arresto emitida por el genocida Jorge Rafael Videla mediante el Decreto S (Secreto) N° 89/76, del 13 de abril de 1976. Un decreto presidencial destinado al secuestro de un maestro. Un maestro de primer grado de una escuela rural en Cabure-í.
#ANGuacurari
Pablo Camogli
Historiador
Edición: Hector Gabriel Olejnik
ANG AGENCIA DE NOTICIAS GUACURARÍ
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